Hablar de un país o tierra del sol para referirse a las pinturas de Salah Elmur, es sumergirse en el Sudán de Jartum y las orillas del Nilo que el artista habitó durante toda su infancia. Tras pasar una temporada en la cárcel por una caricatura demasiado crítica con el gobierno, Salah Elmur tuvo que abandonar Sudán para partir a Kenia en la década de 1990, antes de establecerse en Egipto años más tarde tras contraer matrimonio. En Egipto, Elmur logra percibir ecos de Sudán: ambos países están profundamente ligados por la historia colonial y la doble dominación británica y egipcia sobre sus pueblos.
Salah Elmur es, ante todo, el pintor de un pueblo surgido de su propia historia e infancia. A través de sus personajes de campesinos, pescadores y obreros que habitan un universo pastoral, consigue crear un retrato tanto autobiográfico como colectivo, pero también transnacional, de este pueblo real e imaginado. Si bien es Sudán que predomina, es un triángulo biográfico (Sudán, Kenia, Egipto) el que dota a su pintura de un cosmopolitismo e incluso de cierto panafricanismo.
Una de las piezas más destacadas de la exposición, The Road to the Fish Market (2024) nos muestra ese pueblo que el artista lleva en el corazón y en el pincel: los personajes y las figuras de pescados entablan una relación más compleja y metafísica de lo que aparentan la realidad y las imágenes. Las composiciones imposibles de fragmentos anatómicos – dobles rostros o cabezas cortadas– evocan un postcubismo reinterpretado a través de la mirada de un diseñador gráfico y editor audiovisual (oficios que también forman parte del repertorio artístico de Salah Elmur). Incluso, el gesto de los trabajadores llevando el pescado al mercado podría confundirse con el de manos cargando una deidad en una procesión ritual. Estas relaciones animistas con los animales se extienden a otras pinturas como Rabbit Performers (2024) o The Yellow Wall (2024), donde nuevamente humanos y animales se colocan en un mismo nivel, con un espíritu de ancestralidad y de respeto mutuo.
El diálogo que resuena con especial fuerza en esta exposición en Ciudad de México es el que Salah Elmur establece con la obra de Diego Rivera. Tanto Elmur como Rivera dedicaron todos sus esfuerzos a la representación del pueblo, con un espíritu reformista, revolucionario y postcolonial. Frente al contexto desesperante de Sudán, México y Rivera representan un ejemplo de revolución exitosa (1910-1920). Comparte además con Rivera esa alianza entre un nuevo "realismo socialista", fiel al pueblo pero sin dogmatismo, y el "realismo mágico", mediante acciones de significados múltiples o la monumentalización de los personajes en relación con el paisaje. Asimismo, se pueden señaalar los vínculos que unen a Sudán, Egipto y México a través de sus civilizaciones y vestigios, que los convierten en grandes potencias precoloniales.
El Sudán revelado aquí es un país atemporal y a la vez anclado en ciclos de trabajo, producción económica, juegos infantiles, rituales de nacimiento y duelo, como se observa en Farewell Wall (2024). Diversos cultos y afiliaciones religiosas o animistas emergen a través de los atuendos y los gestos. Como si estuvieran sobre arenas movedizas, las identidades y las comunidades se celebran y a la vez entran en crisis por la posibilidad última de que no logren coexistir en armonía. Contradicciones profundas atraviesan las miradas de los personajes retratados por Elmur: la lealtad y la infidelidad, los sueños y las obligaciones, la oración y la blasfemia.
Hablar de tierra del sol también implica vislumbrar las tinieblas, especialmente para un país como Sudán, que ha pasado más tiempo en conflicto que en paz desde su independencia (1956). La atmósfera infantil da paso a una interpretación más política, a una inquietud que se esconde tras esos rostros aparentemente inocentes o ingenuos: enfrentados a estructuras de poder como la familia, el ejército, el sindicato, el aula, etc., los personajes responden con su pura presencia. Por otro lado, lejos de ignorar el estado de tragedia prolongada en Sudán y las fracturas entre comunidades, la pintura de Salah Elmur se convierte en una reserva de recuerdos que, lamentablemente, están siendo borrados bajo el peso de las bombas y las atrocidades.
Y, ¿qué decir de la dimensión "postcolonial" del retrato? Elmur pinta un mismo rostro con miles de variaciones para crear una nación, un pueblo emancipado que debe reconstruirse pero que se encuentra atrapado por las mismas estructuras de poder que lo oprimieron: el Estado, la explotación, el racismo. Rostros a la vez individuales y colectivos que, en su frágil intento de formar una familia, se convierten en vectores de una melancolía que inaugura el paradigma postcolonial; un paradigma que nace de las ruinas del colonialismo, cuya amenaza sigue siendo constante incluso después de la independencia. Así, la figura melancólica del hombre con la antigua bandera de Sudán sobre un muro estampado de puños revolucionarios (The Old Flag Wall, 2024) se presenta como un alma errante entre un pasado glorioso y un futuro incierto.
El arte de Salah Elmur es una pintura tanto épica –relata la historia a escala del pueblo, marcada por grandes fechas y eventos nacionales– como alegórica, sumergida en un mundo fundamentalmente inaccesible e inefable.
Texto escrito por el historiador del arte, editor y curador Morad Montazami.